Cuando un organismo muere, sus restos se descomponen y disgregan rápidamente por la acción de las bacterias, otros animales, el viento, la lluvia, o las olas del mar. Pero si ese cadáver es enterrado en poco tiempo por los sedimentos, y se ve a salvo de la intervención de los agentes biológicos y mecánicos crecen mucho las posiblidades de que fosilice. Obviamente es mucho más sencillo que lo hagan las partes duras como conchas y huesos, que las partes blandas como los músculos y vísceras que a pesar de su enterramiento siguen expuestos a la acción de las bacterias. Todo depende de lo hermético que sea el envoltorio protector que rodea al organismo. En casos excepcionales también se conservan esas partes blandas, y se han encontrado insectos esquisitamente preservados en ámbar, que es resina fósil de árboles, vertebrados en minas de asfalto, o mamuts congelados en la turba de Siberia.
Salvo esas raras excepciones, el proceso de fosilización comienza a partir de la desaparición de las partes blandas y el relleno de los huecos por el sedimento circundante. En ese momento empiezan a producirse una serie de transformaciones químicas que poco a poco van sustituyendo los compuestos orgánicos de esos restos por minerales.
Esta transformación depende de la composición química del hueso o concha, y de la del sedimento que lo contiene, si esta combinación es favorable, la sustitución se realizará molécula a molécula, durante un largo, muy largo período de tiempo, hasta que el organismo esté completamente mineralizado, es decir, convertido en piedra.
Si por causa de la erosión, o por la acción del hombre la roca que lo contiene queda expuesta en la superficie, estará sometida a los procesos erosivos a los que se ve sometido el relieve, y se destruirá en un tiempo más o menos corto. Ahora, si es recogido racionalmente, teniendo en consideración que no es solo una bonita piedra para poner encima del televisor, sino que es una fuente de información sobre la vida pasada, tendremos una joya de la naturaleza llamada fósil.
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